miércoles, 18 de agosto de 2010

El deseo, el anhelo y Amadeus

Algo que tienen claramente en común la novela de Lewis que hemos trabajado con la película de Milos Forman, es el tema del deseo, del anhelo.

El deseo, la aspiración a ser lo que aún no somos, une a Psiqué, a Mozart y Salieri. ¿Y Orual?
El deseo no es algo que tengamos o poseamos.

Somos deseo, estamos atravesados por un anhelo que nos pone en movimiento, en camino hacia lo que no somos, hacia lo que no conocemos, hacia lo que aspiramos a ser.

El enamorado conoce muy bien la fuerza del deseo y cómo el deseo transforma su cuerpo, su mente, su memoria, su vida social y emocional. El enamorado sabe en su propia piel que el deseo no es una nota adyacente en su vida, sino su centro de gravedad.

El deseo no es algo nocivo. Pero tampoco es neutro. El deseo es fruto de la carencia, o más bien dicho, de la conciencia de la carencia.

Me pongo en camino, porque siento una carencia que deseo saciar. No tengo garantías de que llegaré a buen puerto, ni tengo ninguna seguridad de que más allá de mi anhelo exista un objeto que me espera.

Juntamente con la inteligencia, la memoria y la voluntad, que son las tres grandes facultades humanas, puedo intentar alcanzar aquello que deseo.

Somos anhelo, pero este anhelo va adoptando formas plausibles gracias a la inteligencia. El anhelo sin el discernimiento de la inteligencia conduce a la frustración, al fracaso, a la tristeza.
La inteligencia, sin el deseo, no se pone en funcionamiento, le falta el impulso vital.

La memoria juega un papel clave en la dinámica del deseo. Al recordar los aciertos y errores del pasado, se toma conciencia de cómo se tienen que perseguir los objetos de deseo.
La memoria de la herida, sin embargo, no acaba dominando al deseo. El recuerdo del sufrimiento no disuade al deseo.

Los consejos de la inteligencia tampoco son completamente efectivos. El deseo tiene una fuerza, por sí misma, que las otras dos facultades no pueden controlar del todo.
No empezamos a desear cada vez a partir de la nada. Los objetos del deseo cambian, pero el deseo persiste.

Si el deseo se extingue, la vida desaparece. Entonces sólo permanece un cadáver en forma de recuerdo.

Como dice Ratzinger, el deseo nos proyecta, nos estimula, pero también es una fuente inacabable de sufrimientos. Se sufre para conquistar el objeto de deseo, pero cuando supuestamente lo tenemos en las manos se sufre para no perderlo.

La dinámica del deseo es una dinámica de sufrimiento. Si vivir es desear y desear es sufrir, vivir es, irremisiblemente, sufrir.

La posible solución no puede venir a través de la extinción del deseo, pero sí por el trabajo de la inteligencia y de la memoria, que nos permiten discernir qué objetos de deseo tienen que merecer nuestra atención y cuáles tenemos que trascender.

El anhelo es constitutivo del ser humano. No hay nada que sacie totalmente el deseo que nos mueve. Ningún objeto, ninguna obra, ningún paisaje o persona, ninguna riqueza.

Las personas no son objetos, son sujetos. Objeto es todo aquello de lo que podemos apropiarnos, todo lo que podemos manipular, dominar. Sujeto es lo que no puede ser sujetado. Más bien, sujeto es lo que una sujetado se transforma en objeto, deja de ser sujeto.

Recordemos lo dicho en el Apunte: cuando mis condicionamientos se transforman en determinaciones, dejo de ser sujeto y me transformo en objeto. Los objetos están determinados. Los sujetos sólo estamos condicionados. Aún la muerte, que nos determina, puede ser convertida en un condicionamiento. Como cuando doy mi vida por alguien.

Ningún objeto puede saciar mi deseo. Como dice Hegel (filósofo alemán del Siglo XIX): los animales desean objetos. Nosotros, los seres humanos, deseamos ser deseados.

Deseamos el deseo del otro
. Para nosotros, sólo son deseables los objetos en cuanto son deseables para y deseados por el otro. Deseándolos, deseamos lo que el otro desea. Deseamos el deseo del otro. Deseamos ser deseados por el otro.

Sólo la Belleza, cuando irrumpe, sacia el deseo, pero es tan efímera, tan fugaz, que después de irrumpir, deja una marca de sufrimiento. Cuando la Belleza hace acto de presencia, tomamos conciencia de qué gris y mediocre es el vivir cotidiano.

La inquietud humana no halla quietud en ningún bien que tiene a su alrededor. Siempre quiere más. Este querer siempre más es la autotrascendencia, es el motor de la condición humana.

Solamente Dios, que nunca es objeto, sino sujeto, puede saciar el anhelo del ser humano, sólo Él tiene fuerza para aquietarlo.
Pero si Dios no está, el anhelo permanece como tal. Pero el camino no tiene final. La negación de Dios no aquieta el deseo del hombre. Más bien le deja desconcertado.

Las tentativas de llenar esta inquietud con los pequeños dioses que inventamos en la vida cotidiana están condenadas al fracaso.

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